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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Vampirica

No todos los relatos de vampiros tienen su origen en el este de europa; también los hay en regiones tan poco paganas como Italia.
Francis Marion Crawfo ha recurrido a este escenario para situar uno de sus mejores relatos goticos de terror. Aquí, la muerte de un taciturno anciano desencadenará la tragedia. Un cofre secreto será robado, una doncella será asesinada y enterrada. Desde los abismos del dolor, su joven amante creerá seguir contemplándola bajo la luz de la luna, llamándolo desde el sombrío túmulo.
Los que gustan tanto de los relatos de fantasmas como de la literatura vampirica creo que disfrutarán con este maravilloso cuento.

Por la Sangre es la Vida.
For the blood is the life, Francis Marion Crawford.

Cené en el crepúsculo sobre el tejado de la antigua torre, ya que estaba fresco allí durante el calor del verano. Además, la pequeña cocina había sido construída en una esquina de la plataforma, lo cual resultaba más conveniente si las fuentes tenían que ser llevadas por la empinada y pétrea escalera, rota en varios lugares y desgastada por los años.

La torre era una de aquellas construcciones ordenadas en el sureste de Calabria por el emperador Carlos V, a principios del siglo XVI para controlar las incursiones de los piratas bárbaros, cuando los infieles se aliaron a Francisco I contra el emperador y la Iglesia. Estaban casi en ruinas, sólo un par permanecían intactas, y la mía era una de las más grandes. Como entró en mi patrimonio diez años atrás, y porque gasté parte de cada año en ella, son materias que no conciernen a este relato. La torre se elevaba en un solitario punto de Italia meridional, y en el extremo de un promontorio curvo, que forma un pequeño pero seguro puerto natural en la parte sur del golfo de Policastro, y justo al norte del Cabo Escala, el lugar de nacimiento de Judas Iscariote, según una vieja leyenda local.

La torre se eleva en esta porción del terreno, y no hay otra casa que pueda ser vista en un radio de tres millas de ella. Cuando vine, tomé un par de marinos, uno de ellos un experto cocinero, y cuando estuve lejos lo dejé a cargo de un pequeño hombre que una vez fue un minero y que se amigó conmigo tiempo atrás.

Mi amigo, quien algunas veces me visita en mi soledad estival, es un artista de profesión, de origen escandinavo, y un cosmopolita debido a las circunstancias. Cenamos al atardecer; el brillo del crepúsculo se había disipado de nuevo, y la tarde púrpura había caído en la vasta cadena de montañas que atravesaban el golfo hacia el este, y se alzaban más alto a medida que van hacia el sur. Hacía calor, y nos sentamos en una de las esquinas de la plataforma, esperando por el rocío nocturno. El color se hundió desde el aire, hubo un pequeño intervalo de tinieblas, y una lámpara envió una veta amarilla desde la puerta abierta de la cocina donde los hombres estaban preparando la comida.

Entonces la luna surgió súbitamente sobre la cresta del promontorio, inundando la plataforma e iluminando cada pequeña roca y mata de hierba. Mi amigo encendió su pipa y se sentó mirando un punto en las colinas. Supe que estaba mirando, y por un largo tiempo me pregunté si habría visto algo que hubiera acaparado su atención. Pasó bastante tiempo desde que habló por última vez. Como la mayoría de los pintores, él confiaba en su visión, como un león confía en su propia fuerza y un venado en su velocidad, y él siempre se molestaba cuando no podía reconciliar lo que veía con lo que él creía que tenía que ver.

-Es extraño - dijo. -¿Ves aquel pequeño montículo?
-Si - respondí, e imaginé lo que vendría.
-Parece una tumba -observó Holger.
-Es verdad. Parece como un sepulcro.
-Si - continuó mi amigo, con sus ojos aún fijos en el punto. - Pero lo extraño de esto es que veo el cuerpo yaciendo sobre ella, por supuesto, -continuó Holger, volteando su cabeza como lo hacen los artistas- debe ser un efecto de la luz. En primer lugar, no es una tumba. Segundo, si lo fuese, el cuerpo debería estar dentro y no fuera. Entonces, debe ser una ilusión de la luna. ¿Lo ves?
-Perfectamente; siempre lo veo en las noches de luna.
-No parece interesarte mucho -dijo Holger.
-Al contrario, me interesa, pero estoy un poco cansado. Tu no estás tan equivocado, sin embargo. El montículo es realmente una tumba.
-No puede ser -gritó Holger, incrédulamente.
-No, -respondí - no puede ser. Lo sé, porque me he tomado el trabajo de ir allá y verlo.
-¿Entonces qué era? -preguntó Holger.
-Nada.
-¿Un efecto de la luz?
-Quizás lo es. Pero lo inexplicable del asunto es que no hay diferencia si la luna ha salido o se pone, o si está en creciente o menguante. Si hay alguna luz de luna, desde el este o del oeste, mientras brilla sobre las piedras, uno puede ver el contorno del cuerpo.

Holger removió su pipa con su cuchillo y usó su dedo como tapón. Cuando el tabaco ardió bien, él se levantó.

-Iré a ver el montículo. -dijo.

Cruzó la azotea, y desapareció bajo los oscuros escalones. No me moví, pero me senté mirando hasta que lo vi salir de la torre. Lo escuché cantar una vieja canción danesa mientras cruzaba el espacio abierto bajo el brillo lunar. Cuando estaba a diez pasos del lugar, Holger se detuvo, avanzó sólo unos pasos y luego retrocedió cuatro y nuevamente se paró. Sabía lo que eso significaba. Él había llegado al punto donde la cosa dejaba de ser visible, donde, como el hubiera dicho, el efecto de la luz cambiaba.

Entonces regresó al montículo y se paró sobre él. Podía ver aún la cosa, pero ya no estaba tendida sobre la piedra; ahora estaba como arrodillada, rodeando con sus blancos brazos el cuerpo de Holger y mirando en su rostro. Una fría brisa conmovió mi cabello en ese momento, y el viento nocturno comenzó a soplar desde las colinas, pero sentí como si fuera la respiración de otro mundo.

La cosa pareció como que trataba de escalar por sus pies, ayudándose por el cuerpo de Holger, mientras este permanecía erguido, quizás inconsciente de eso, aparentemente mirando hacia la torre, que es muy pintoresca cuando la luz de la luna cae por aquel lado.

-¡Regresa! -le grité- ¡No te quedes allí toda la noche!

Me pareció que se movió muy a su pesar, bajó del montículo con dificultad. Los brazos de la cosa aún estaban rodeándolo por la cintura, pero sus pies no podían dejar la tumba. A medida que él se movía hacia adelante, se iba cubriendo con una especie de corona de bruma, ligera y blanquecina, hasta que vi claramente cuando Holger se sacudió, como cuando alguien se asusta. En el mismo momento un leve gemido de dolor llegó a mis oídos a través del viento. Pudo haber sido una pequeña lechuza que vive sobre las rocas, y la brumosa presencia se replegó suavemente cuando la figura de Holger comenzó a avanzar y dejó el montículo.

De nuevo sentí la fría brisa en mi cabello, y esta vez una helada sensación de horror bajó por mi espina. Recordaba bien cuando yo mismo había ido al montículo, bajo la luz de la luna; había estado cerca, y no había visto nada; como Holger, fui y me paré encima del montículo; y recordaba como, cuando volví, estaba seguro que no había nada allí, y de pronto tuve la seguridad de que habría algo si sólo miraba detrás mío. Recordaba la fuerte tentación de mirar hacia atrás, una tentación que resistí como si fuera algo indigno de un hombre de sentido común, hasta que me libré, y me sacudí tal cual como Holger había hecho.

Y ahora sabía que aquellos blancos y neblinosos brazos también me habían rodeado; lo supe en un instante, y me estremecí cuando recordé que esa noche también había escuchado la misma lechuza. Pero no había sido una ave. Era el aullido de la Cosa.

Renové el tabaco de mi pipa y me serví una copa de fuerte vino del sur; en menos de un minuto Holger estaba de nuevo sentado a mi lado.

-Por supuesto, no había nada allí -dijo-, pero es escalofriante. ¿Sabías que cuando estaba volviendo estaba tan seguro que había alguien detrás mío que quería voltearme y ver? Hice un gran esfuerzo para no hacerlo.

Se río un poco, sacudió las cenizas de su pipa, y se sirvió una copa. Por un momento ninguno de los dos habló, y la luna siguió alta, y ambos miramos a la Cosa que permanecía sobre el montículo.
-Tu puedes hacer una historia sobre aquello -dijo Holger.
-Hay una -le respondí-, si no estás con mucho sueño, te la puedo contar.
-Adelante.

-El viejo Alario estaba moribundo en el pueblo, detrás de la colina. Tu lo recuerdas, no tengo duda. Ellos decían que él hizo dinero vendiendo joyas falsificadas en Sudamérica, y que escapó con el dinero luego de haber sido acusado. Como todos estos tipos, si ellos se traen algo consigo mismos, lo invierten en sus casas, y como no había albañiles por aquí, él envió dos obreros a Paola. Eran dos corpulentos pillos, un napolitano que había perdido un ojo, y un siciliano que tenía una vieja cicatriz en la mejilla izquierda. Alguna vez los vi, ya que los domingos acostumbraban bajar por aquí a pescar en las rocas de la costa.

Alario fue a la tumba debido a una maliciosa fiebre, los obreros aún estaban trabajando. Como ellos acordaron que parte de sus pago sería el alojamiento y la comida, él los hacía dormir en la casa. Su esposa había muerto, y sólo tenía un hijo llamado Angelo, que era mucho más honesto que él mismo. Angelo estaba por casarse con la hija del hombre más rico del pueblo, y extrañamente, a pesar que el matrimonio había sido arreglado por sus padres, los jóvenes novios estaban enamorados el uno del otro.

De esta manera, sucedía que todo el pueblo amaba a Angelo, y entre el resto había una salvaje y bonita criatura llamada Cristina, que parecía ser una gitana. Ella tenía labios muy rojos y ojos negros, y tenía el cuerpo de un galgo, y la lengua de un demonio; pero para Angelo no tenía la menor importancia. Él era poco más que un simplón, muy diferente del canalla que era su padre; y bajo las que yo denomino circunstancias normales, realmente creo que él jamás habría mirado a otra mujer excepto a la bonita y pequeña criatura, con la que tuvo que casarse por órdenes de su padre. Pero las cosas cambiaron, tanto por causas normales o no naturales.

Había también un joven y apuesto pastor de las colinas sobre Maratea que estaba enamorado de Cristina, quien parecía vivir muy indiferente de éste joven. Cristina no tenía un medio de vida estable, pero ella era una buena chica y era capaz de hacer cualquier trabajo, en pos de tener un poco de pan o un plato de arvejas, y un techo bajo el cual poder dormir. Era muy feliz cuando tenía algún tipo de tarea cerca de la casa del padre de Angelo. No habían médicos en el pueblo, y cuando los vecinos supieron que el viejo Alario estaba muy enfermo, Cristina fue enviada a Scalea para traer a un doctor. Esto fue casi al anochecer, y si ellos esperaron tanto fue porque el enfermo se negaba a permitir cualquier tipo de extravagancia mientras él fuera capaz de hablar. Pero mientras Cristina estuvo fuera, algunas cosas marcharon muy mal. El abate fue llevado al lecho, y cuando hubo hecho lo que pudo, afirmó que el viejo estaba muerto, y lo anunció a los vecinos y dejó la casa.

Tu conoces a esta gente. Tienen un miedo físico a la muerte muy grande. Hasta que el cura habló, el salón estaba lleno de gente. Sus palabras salieron difícilmente de su boca. Cayó la noche. Todos se apuraron en llegar a sus casas, corriendo a través de la calle.

Angelo, que como habíamos dicho, estaba fuera, Cristina aún no había vuelto, la sirvienta que había cuidado al viejo durante su enfermedad, se había ido con el resto, y el cadáver quedó solitario bajo la parpadeante luz de la lámpara de aceite.

Cinco minutos después dos hombres miraron con cautela y se movieron sigilosamente por el dormitorio. Eran el napolitano tuerto y su compañero siciliano. Ellos sabían lo que querían. En un breve instante habían encontrado debajo de la cama una pequeña pero fuerte caja de metal, y momentos después habían dejado la casa, al amparo de la oscuridad. Un trabajo sencillo, ya que la casa de Alario era la última antes del desfiladero que desemboca en estas rocas, y los ladrones habían salido por la puerta trasera, y ya estaban cobijados por las rocas, a excepción de la posibilidad de encontrarse con algún campesino retrasado, la cual era casi nula, ya que muy poca gente utilizaba esa ruta. Ellos llevaban una azada y una pala, y siguieron su camino sin ningún accidente.

Te estoy contando esta historia como debió haber ocurrido, ya que, por supuesto, no hay testigos de la parte que ahora viene. Los hombres llevaron la caja a través del desfiladero, intentando enterrarla hasta que fueran capaces de regresar con un bote y tomarla. Así que debían elegir el lugar adecuado para enterrarlo dado la posibilidad que parte del dinero estuviera en títulos o en papeles, así que había que procurar un lugar seco y resguardado. Sabían que el papel se pudriría si ellos se veían obligados a dejarlo por mucho tiempo, así que cavaron su foso aquí abajo, cerca de estas piedras. Si, justamente donde hoy está el montículo.

Cristina no encontró al médico, ya que había sido llamado desde un lugar más allá del valle, a mitad de camino de San Domenico. Si ella le hubiera encontrado, él habría tenido que acudir en mula por el camino superior, que es más uniforme, pero también más largo. Pero Cristina tomó el atajo a través de las rocas, que pasan cerca de cincuenta pies por sobre el montículo. Los hombres estaban cavando cuando ella pasó, y ella los escuchó trabajar. No se habría marchado sin descubrir el origen de estos ruidos, y ya que ella nunca había tenido miedo en su vida, pensó que a lo mejor eran los pescadores quienes algunas veces vienen de noche para conseguir alguna roca que usar de ancla o juntar algunos leños para prender una fogata.

La noche estaba oscura y Cristina se acercó mucho a los dos hombres antes de que pudiera ver que estaban haciendo. Los vió, por supuesto, y ellos la vieron también, e instantáneamente comprendieron que la tenían en su poder. Había una sola cosa que hacer para estar seguros, y ellos la hicieron de inmediato. Golpearon a la chica en la cabeza, terminaron de cavar el foso lo más rápido que pudieron, y enterraron el arcón de metal junto a la chica. Comprendieron de inmediato que su única posibilidad de quedar absueltos de toda sospecha era la de regresar de inmediato, y no había pasado media hora que se encontraban hablando con el hombre que estaba construyendo el ataúd de Alario, que era un compadre de ellos, y también había estado trabajando en las reparaciones de la casa del viejo. Hasta donde pude intuir, las únicas personas que supuestamente sabían donde Alario guardaba su tesoro eran Angelo y la sirvienta que había mencionado antes. Angelo estaba ausente; y fue la mujer quien descubrió el robo.

Era fácil suponer que nadie más sabía donde estaba el dinero. El viejo guardaba su caja cerrada con llave, y él mismo guardaba la llave en un bolsillo de su chaqueta, y no permitía que la mujer entrara a limpiar, a no ser que él estuviera presente. El pueblo entero sabía que él tenía mucho dinero en algún sitio, y era probable que los obreros hubieran descubierto el lugar husmeando a través de la ventana en su ausencia. Si el viejo no hubiera estado delirante hasta que perdió el conocimiento, se hubiese aterrorizado al pensar en sus riquezas. La fiel sirvienta había olvidado la existencia del arcón, cuando se marchó asustada junto a los demás. Veinte minutos habían pasado hasta que ella regresó con las dos viejas que siempre eran llamadas cuando alguien moría y que preparaban al muerto para el funeral. Cuando volvió al lecho del viejo, hizo el ademán como si se hubiera caído algo para poder tener oportunidad de agacharse y mirar debajo de la cama. Pero la caja no estaba. Había sido en la tarde que la había visto, así que habría sido robada en el corto intervalo que ella abandonó la habitación.

No había policías en el pueblo, y nada parecido a una oficina municipal, ya que no había municipalidad. Así fue como la sirvienta simplemente salió corriendo a través de la calle, en la oscuridad, gritando que habían robado la casa de su patrón muerto. Mucha gente se levantó a mirar que ocurría, pero al principio nadie pareció decidido a ayudarla. La mayoría murmuraba que ella misma habría robado el dinero. El primer hombre en moverse fue el padre de la chica que se había casado con Angelo; su opinión era que la caja habría sido robada por los dos albañiles que estaban alojados en la casa. Así que organizó una búsqueda por ellos, que comenzó naturalmente en la casa de Alario y finalizó en la carpintería , donde los ladrones fueron encontrados conversando con el carpintero. La partida de búsqueda los acusó del robo y iba a proceder a encerrarlos hasta tanto se pudieran traer a algunos carabineros desde Scalea. Los dos hombres se miraron entre sí por un momento, y de pronto, sin la más mínima dubitación, arrojaron una lámpara, volcaron el ataúd poniéndolo como barrera, y huyeron en la oscuridad. Luego de un breve instante, estaban siendo perseguidos.

Este es el fin de la primera parte de la historia. El tesoro había desaparecido, y no había pistas que suministraran algún dato sobre los ladrones. El viejo fue enterrado, y cuando Angelo regresó tuvo que pedir prestado para pagar por el miserable funeral, y aún así tuvo alguna dificultad en hacerlo. No es necesario que cuente que habiendo perdido su herencia, también perdió a su novia. En esta parte del mundo, los matrimonios son hechos sobre estrictos principios de negocios, y si el dinero prometido no estaba, la novia o el novio cuyos padres habían fracasado en tenerlo, podían dar marcha atrás y cancelar todo. El pobre Angelo sabía todo esto muy bien. Su padre no había poseído mucha tierra, y sólo tenía el dinero que había traído de Sudamérica, el cuál ahora ya no estaba. Sólo tenía deudas por los materiales de construcción utilizados en la refacción de la casa. Estaba arruinado, y la bonita y pequeña criatura que iba a ser suya, le dio vuelta la cara en la más elegante forma. En tanto Cristina, que habían pasado varios días de su desaparición, ya nadie recordaba que había sido enviada al pueblo a buscar a un médico y jamás había regresado. Ella ya había desaparecido por varios días antes, cuando había conseguido un trabajo en una granja distante. Pero cuando no volvió a ser vista por mucho tiempo, la gente se comenzó a preguntar, hasta que se convencieron de la idea que ella había sido conspiradora junto a los albañiles y había escapado con ellos.

Hice una pausa y limpié mis anteojos.
-Este tipo de cosas no pasan en ningún otro lado -observó Holger, llenando nuevamente su pipa-. Es maravilloso que un encanto natural tan bello como el que hay por aquí, esté tan cerca del asesinato y la muerte. Acciones que serían simplemente brutales y desagradables en cualquier otro lado, se vuelven dramáticas y misteriosas a causa que estamos en Italia y que estamos viviendo en una genuina torre construída por Carlos V para protegerse de los piratas bárbaros.

-Hay algo de eso -admití. Holger es el hombre más romántico del mundo, pero siempre piensa que es necesario explicar todo.
-Supongo que ellos encontraron el cadáver de la infortunada chica junto con la caja.
-Parece que es de tú interés -respondí-, te lo diré junto con el final de la historia.
La luna estaba en lo más alto; el perfil de la Cosa sobre el montículo era ahora mucho más claro a mis ojos que antes.

El pueblo regresó a su vida normal. Nadie extrañó al viejo Alario. Angelo continuó viviendo en la casa a medio terminar, y a razón de que no tenía dinero, ya no podía tener a la vieja sirvienta, aunque ella, por cariño, venía de vez en cuando y le lavaba una camisa. Aparte de la casa, había heredado un pequeño terrero a alguna distancia del pueblo. Trató de cultivarlo, pero no puso corazón en el trabajo, ya que sabía que jamás podría pagar los impuestos del mismo, o de la casa, la cuál sería confiscada por el Gobierno, o bien embargada por el reclamo de la deuda de los materiales de construcción.

Angelo era muy desgraciado. Mientras su padre vivía y era rico, cada chica en el pueblo había estado enamorada de él; pero todo había cambiado ahora. Él se había sentido admirado y respetado, y era invitado a tomar vino por padres cuyas hijas eran solteras. Ahora se cocinaba su miserable cena, y se sentía triste, melancólico y taciturno.

Al anochecer, cuando el trabajo diurno hubo terminado, en vez de ir a pasear cerca de la iglesia, con los jóvenes amigos de su misma edad, comenzaba a vagar por lugares solitarios de las afueras del pueblo hasta que caía la oscuridad. Entonces regresaba y se iba a la cama para ahorrar el gasto de la luz. Pero en aquellas solitarias horas de penumbra comenzaba a tener extraños sueños. Ya no estaba siempre solo, cuando se sentaba en el tronco de un árbol, donde el sendero cercano tornaba hacia el desfiladero, él estaba seguro que una mujer caminaba por sobre las rocas sin el menor sonido, como si sus pies estuviesen desnudos; y ella se quedaba bajo un grupo de castaños, y lo llamaba con señas, sin emitir palabra. A pesar que ella se mantenía en las sombras, él sabía que sus labios eran rojos, y cuando ella le sonrió, mostró dos pequeñas y claras hileras de dientes. Él la reconoció de inmediato, y supo que era Cristina, y que estaba muerta. Aún no experimentaba miedo; él solo se preguntaba si sería un sueño, ya que pensaba si hubiera estado despierto, seguro hubiera tenido miedo.

La mujer muerta tenía labios rojos, y esto sólo podía suceder en un sueño. Siempre que él pasaba cerca del desfiladero, al anochecer, ella siempre estaba cerca esperándolo. Comenzó a pensar que ella se acercaría un poco cada día. Al principio sólo podía estar seguro de sus labios enrojecidos, pero con cada vez que la veía, estaba distinta, y el rostro pálido se le mostraba con unos ojos profundos y ávidos.

Fue que los ojos se volvieron ténues. Poco a poco él iba notando que algún día el sueño no terminaría cuando volviera a su casa, sino que continuaría cuando fuera abajo, hacia el desfiladero, desde donde provenía la visión. Ella estaba cerca ahora cuando le hacía señas. Sus mejillas tenían la lividez de la muerte, y tenían la palidez de la inanición, con la furia y la sed no satisfecha de sus ojos que le devoraban. Le había hechizado, y al final estaba demasiado cerca suyo. Él no podía decir si su respiración era ígnea como el fuego o fría como el hielo; tampoco podía decir si sus rojos labios ardían o estaban helados; o si sus cinco dedos de su mano eran brasas o quemaban su piel como la escarcha; no podía distinguir si estaba dormido o despierto, ni tampoco si ella estaba viva o muerta. Pero él sabía que la amaba, la más solitaria de todas las criaturas, de este o del otro mundo, y su hechizo cayó poderoso sobre él.
Cuando la luna subía a lo alto esa noche, la sombra de esta Cosa no estaba sola sobre el montículo.
Angelo despertó en la fría mañana, empapado del rocío nocturno y asustado. Abrió sus ojos hacia la clara luz y vio las estrellas que aún brillaban en el firmamento. Lentamente volvió su cabeza hacia el montículo, pero la otra cara no estaba allí. El miedo lo había paralizado súbitamente, un miedo inenarrable y desconocido; saltó y comenzó a correr hacia arriba para escalar el desfiladero, sin jamás volver a mirar hacia atrás. Ese día regresó a su trabajo, y las horas se arrastraron agotadoramente hasta que el sol cayó y se hundió en el mar, y grandes destellos sobre las colinas de Maratea se tornaron púrpuras contra el cielo teñido de gaviotas.

Ángelo cargó en su hombro el pesado azadón y dejó el campo. Se sentía menos cansado ahora que en la mañana cuando comenzó a trabajar, pero se prometió a sí mismo que iría a su casa sin detenerse en el acantilado, y comería la mejor cena que pudiera prepararse, y dormiría toda la noche como cualquier cristiano. No sería tentado de nuevo por la sombra con labios rojos y respiración gélida; no soñaría de nuevo esa pesadilla de terror y placer. Él estaba cerca del pueblo ahora; había pasado media hora desde que el sol se había puesto, y las campanas de la iglesia tronaron con pequeños y discordantes ecos alrededor de las rocas y barrancos para comunicar a toda la buena gente que el día se había cumplido. Ángelo aún permaneció un momento donde la ruta se bifurcaba, donde el izquierdo conducía al pueblo, y el derecho hacia el acantilado, donde un grupo de castaños se levantaba a la vera del sendero.

Se detuvo un minuto, acomodando el sombrero sobre su cabeza y mirando fijamente hacia el mar, y sus labios se movieron mientras él silenciosamente recitaba una oración familiar. Sus labios se movían, pero las palabras que siguieron perdían su significado y se convertían en otras, y terminaban en un nombre que él pronunciaba en voz alta: ¡Cristina! Con el nombre, la tensión de su voluntad se relajó súbitamente, la realidad se evaporó y el sueño regresó de nuevo, y como un sonámbulo, bajó, bajó, por el sendero hacia la creciente oscuridad. Y a medida que ella se deslizaba por un lado, susurró extrañas y dulces cosas a su oído, que, si él hubiera estado en vigilia, hubiera sabido que no podría comprenderlas; pero en el estado actual, le parecieron las palabras más maravillosas que había escuchado en toda su vida.

Ella lo besó, pero no sobre su boca. Él sintió sus penetrantes besos bajo su cuello, y sabía que sus labios estaban rojos. Así que el salvaje sueño se aceleró hacia la oscuridad y las penumbras, a través de la pálida luz de luna, y toda la gloria de la noche estival. Se despertó medio muerto, sobre el montículo de allá abajo, recordando y no recordando, falto de sangre, aún extrañamente nostálgico de esos labios rojos. Entonces vino el pavor, el terrorífico pánico innombrable, el horror mortal que guardan los confines del mundo que no vemos, ni que conocemos al igual que las otras cosas, pero que podemos sentir a través de gélidos escalofríos en nuestros huesos y del toque de una fantasmal mano que es capaz de encanecer nuestro cabello. Una vez más Ángelo se levantó del montículo y corrió hacia el desfiladero, bajo las primeras luces del día. Pero sus pasos fueron más inseguros esta vez, y él se detuvo para recuperar el aliento; y cuando se acercó al salto de agua que se yergue a mitad de la colina, se arrodilló y remojó su cara y bebió como el nunca antes había bebido, por que tenía la sed de un hombre herido que había quedado toda la noche desangrandose a la intemperie.

Ella había regresado, y él no podía escapar, pero podría tenerla cada noche al crepúsculo, hasta que ella hubiera drenado la última gota de su sangre. Fue en vano que al final del día él tratara de tomar otro camino y fuera a casa por alguna senda que no lindara con el desfiladero. En vano se prometía cada mañana mientras tenía que trepar por su solitario camino rumbo al hogar. Era en vano, ya que cuando el sol ardiente se hundía en el mar, y el fresco de la noche regresaba, sus pies lo llevaban hacia el viejo camino, y ella le esperaba en las sombras, bajo los castaños; y entonces todo ocurría de nuevo y él volvía a sentir esos besos bajo su garganta mientras ella se movía y revoloteaba a lo largo del camino, enlazando su brazo alrededor suyo. Y a medida que su sangre decrecía, ella estaba más hambrienta y más sedienta cada noche, y cada día cuando él se despertaba en las primeras horas de la mañana, le resultaba más difícil el esfuerzo de trepar las rocas del desfiladero para llegar a su casa; y cuando llegaba a su trabajo, sus pies y sus brazos se cansaban mucho más rápido del azadón.

Apenas hablaba con los demás, pero la gente decía que ser estaba "consumiendo" por el amor de la chica que iba a desposar y que perdió junto con su herencia; y se reían con tal pensamiento, ya que este no es un país muy romántico. Durante este tiempo, Antonio, el hombre que está aquí para vigilar la torre, regresó de visitar a su gente, cerca de Salerno. Él había estado fuera todo el tiempo, desde antes de la muerte de Alario, y no estaba enterado de todo esto. Él me ha contado que regresó una tarde, casi de noche, y subió a la torre para comer y dormir, ya que estaba muy cansado. Era pasada la medianoche cuando se despertó, y cuando miró que la luna estaba subiendo por la colina, vio hacia el montículo, y observó algo, y no pudo volver a dormir esa noche. Cuando regresó en la mañana, a pleno día, no había nada que ver sobre el montículo, sólo piedras y arena. Luego marchó directo por la ruta al pueblo, y fue a la casa del viejo cura.

-He visto una cosa maléfica esta noche -dijo-, he visto como un muerto bebe la sangre de un vivo. Y la sangre es la vida.
-Dime que fue lo que viste -dijo el cura, como réplica.
Antonio le contó todo lo que había visto.
-Usted debe traer su libro y su agua bendita esta noche -añadió-. Estaré ahí antes del atardecer con usted, y si le place cenar conmigo mientras esperamos, estaré listo.
-Iré -respondió el sacerdote-, por lo que he leído en los viejos libros estos extraños seres no están ni vivos ni muertos, descansan en sus tumbas durante el día, y roban la sangre y la vida de los vivos durante la noche.

Antonio no podía leer, pero estuvo feliz de que el cura pudiera comprender todo aquello. Por supuestos estos libros instruían la manera de terminar la existencia de la Cosa no muerta para siempre.

Así que Antonio regresó a su trabajo, que consistía en sentarse en el lado sombrío de la torre, o bien colgarse con una línea de pesca de alguna roca junto al mar. Pero aquel día él marchó dos veces a revisar el montículo, a pleno sol, y estuvo revisando los alrededores, en busca de algún hueco en el que este ser pudiera refugiarse; pero no halló nada. Cuando el sol comenzó a extinguirse y el aire refrescó en las sombras, él fue a llamar al viejo cura, llevando consigo una canasta; en la que pusieron una botella de agua bendita, y todo aquello que el cura pudiera necesitar para su tarea; y ellos bajaron y esperaron en la puerta de la torre, hasta fuera de noche.

Pero mientras las últimas luces del día aún se retardaban en desaparecer vieron que algo se movía, justo allá, dos figuras, un hombre que caminaba y una mujer que revoloteaba a su alrededor, mientras su cabeza permanecía sobre los hombros de él, besándole el cuello. El sacerdote, según me contó, también, mientras le castañeteaban los dientes, tomó fuertemente del brazo a Antonio. La visión pasaba y desaparecía entre las sombras. Entonces Antonio tomó un envase de licor fuerte, que él guardaba para ocasiones especiales, y se bebió un trago de esos que hacen que un hombre mayor se sienta de nuevo joven, y luego tomó su linterna, y también su pico y pala, y dio al sacerdote su estola y el agua bendita, acto seguido comenzaron a caminar hacia el punto donde habían visto la aparición.

Antonio dijo que sus propias rodillas se chocaban entre sí al caminar y el cura se tropezaba en su propio latín. Cuando ellos estaban a un par de yardas del montículo la parpadeante luz de la linterna se movió sobre el rostro pálido de Ángelo, inconsciente, como si estuviera dormido, y sobre su respingado cuello había una muy delgada línea de gotas de sangre que era vertida sobre su cuello; y la luz de la linterna también iluminó sobre otra cara que miraba desde esta fiesta, con dos profundos ojos muertos que veían como a través de la muerte, con labios rojizos como la vida misma, con dos relucientes dientes sobre los que brillaba una gota sonrosada.

El cura, viejo buen hombre, cerró sus ojos y exhibió su agua bendita ante él, y su voz rota se tradujo en un grito; y Antonio, quien no se acobardó después de todo, levantó su pico con una mano, teniendo la linterna en la otra, y le saltó encima, sin saber como terminaría; y entonces juró que escuchó el grito de una mujer, y la Cosa se había ido. Ángelo quedó inconsciente sobre el montículo, con la línea roja sobre su cuello, y las gotas de su mortal sudor en su frente. Ellos lo alzaron en brazos, medio muerto como estba, y lo dejaron cerca de donde estaban; luego Antonio comenzó a trabajar, y el cura ayudó, aunque él era viejo y no podía hacer mucho. Así que cavaron profundo, y a lo último Antonio, estando sobre la tumba, se paró y alumbró con su linterna para mirar lo que podían ver.

Su cabello, que solía ser castaño oscuro, con algunas canas cerca de las sienes, en menos de un mes quedó totalmente gris como un tejón. Él había sido minero cuando joven, y la mayoría de esta gente jamás llegaron a ver algo como lo que él vio esta noche: esta Cosa que permanecería ni sobre ni debajo de la tumba. Antonio había llevado algo con él que el cura no había advertido. Él se había hecho esa misma tarde una afilada estaca tallada de vieja madera de barco, que ahora llevaba con él, además de su pico, cuando bajó a la tumba, alumbrando con su linterna. No puedo imaginar ningún poder sobre la Tierra que pueda traducir en palabras lo que ocurrió entonces, y el viejo cura se asustó al mirar.

Él dice que escuchó a Antonio que respiraba como una bestia salvaje, y moviéndose como si estuviera luchando con algo tan fuerte como sí mismo; y también escuchó un maléfico sonido, como si algo hubiera perforado violentamente carne y hueso; el más horroroso sonido de todos, el alarido de una mujer, el sobrenatural aullido de una mujer ni viva ni muerta, pero enterrada en lo profundo durante muchos días. Y él, el pobre viejo cura, pudo únicamente caer y arrodillarse en la arena, vociferando sus oraciones y exorcismos en voz alta para ahogar esos sonidos desgarradores. Entonces, súbitamente, un pequeño arcón de metal cayó cerca de donde estaba arrodillado, siendo iluminado por la luz de la linterna, y al siguiente momento Antonio estaba detrás de él, con su cara tan pálida como sebo, empujando la arena y grava dentro de la tumba, con furia, y mirando por sobre el borde hasta que el foso estuvo medio lleno; y el cura dijo que había mucha más sangre fresca en las manos de Antonio y en sus ropas.

Aquí es donde termina mi historia. Holger terminó su vino y se reclinó en su silla.

-Entonces Angelo tuvo lo suyo de nuevo -dijo-, ¿se casó con la chica que estaba prometida?
-No, él quedó aterrorizado, y se fue a Sudamérica, y no volví a tener noticias desde entonces.
-Y este pobre cadáver está aún allí, supongo -dijo Holger-. ¿Sigue muerto aún?

Me lo pregunto también, pero si está muerto o vivo, debo tener cuidado de verlo, aún a plena luz del día. Antonio está canoso como un tejón, y él nunca ha sido el mismo desde aquella noche.

Francis Marion Crawford.

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