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miércoles, 2 de diciembre de 2009

Relato Latino

El Libro de los Vampiros.

Varios de ustedes ya deben estar enterados del caso, especialmente aquellos que viven en Buenos Aires y en los pueblos circundantes. Para mí, lo mórbido del asunto radica en que yo conocí personalmente a Franco, y nunca, ni en mis sueños más exaltados, pude imaginar que en su alma se agitasen semejantes fantasmas.
Para quien tenga la voluntad de hacerlo dejo a continuación algunas de las notas que pude copiar de los originales, los cuales están en poder de la policía, naturalmente. Fue una tarea difícil traducir los garabatos de Franco, ya que es evidente que cuando los escribió ya padecía de severas alucinaciones.
Aquí está el Diario de los últimos días de mi amigo.

Jueves. Noche.

El silencio era mi compañía, y los libros, claro; siempre los libros.
Mi felicidad adquiere muy pocas formas, y una de ellas es la lectura. Supongo que en un mundo como el nuestro, cada vez menos gente siente ese cariño por los libros, y no hablo de la lectura en su totalidad; generalidad inconcebible que abarca hasta las indicaciones de un prosaico jabón en polvo, sino de la lectura de libros, del libro como rostro de la felicidad.

Hace algunos años heredé la biblioteca de mi abuelo, el cual poseía algunas primeras ediciones, nada demasiado notable, me temo; pero en cuya inmensidad me había sumergido durante mis primeras exploraciones literarias.

Recibí los textos en mi hogar, y pronto comencé a deambular por aquellos parajes conocidos, que sin embargo habían adquirido con los años algunos matices nuevos, tersuras que no había sospechado en mi juventud. Así fue como dí con el Libro de los Vampiros.

Estoy seguro que el abuelo lo adquirió en los años posteriores a mi partida, ya que de otra manera lo hubiese reconocido: Lomo negro, cinco anillos, cuero de Tesalia, oscuro y duro como la cima del Parnaso, y en la tapa, un rostro, la viva imagen de mis pesadillas.

Esperaré al fin de semana para estudiarlo, no quiero que nada importune ese momento de profunda intimidad que es la lectura. El sólo pensar en devanar sus páginas me produce un vértigo casi patológico; casi me atrevo a afirmar que la aguda puntada que siento en el estómago, es producto del placer anticipado de su lectura.


Viernes. Crepúsculo.

Me senté frente al libro, con una taza de café y un bloc de notas para ir desgranando mis observaciones, tarea en la que suelo dar algunos atisbos de astucia mal encauzada. Nada, ni siquiera la lectura de los más abominables grimorios medievales, iban a prepararme para los horrores que contemplé en sus páginas.

La primera página impresa contenía unos caracteres que no me resultaron extraños, eran abreviaturas, pero no del latín vulgar, como suele ocurrir en estos casos, sino de un dialecto, muy utilizado por los monjes italianos del siglo XII para comunicarse con los copistas enviados por los países nórdicos, pero poco conocido en las escrituras encriptadas de siglos posteriores, llamado la Teufalia.

En esta página se hacían ciertas advertencias al lector, sobre cómo se debía actuar en caso de caer en las manos del clero, o aún peor, en las de su brazo armado, la Santa Inquisición.

La primera prueba impuesta al iniciado era el desarraigo de las cuestiones mundanas, razón por la cual, se imponía como prueba de valor realizar un crimen, cuyas particularidades consistían en estirar el sufrimiento de la víctima hasta los límites del infierno. Mis ojos no daban crédito a lo que veían: allí se daban instrucciones precisas sobre como dilatar las agonías del envenenamiento durante años, incluso décadas.

¿Qué macabra voluntad es capaz de contemplar los horribles estertores durante años, los gritos lastimeros, agónicos, y sin embargo seguir suministrando a la víctima las dósis necesarias para que sufra indeciblemente, pero negándole el placer de una capitulación?

La sola lectura de ese texto diabólico era nauseabunda en extremo, de sus páginas se desprendían las más horribles pesadillas que un hombre puede concebir. De todas maneras, y pido perdón a Dios por ello, sus hedores tenían algo de narcótico, algo persuasivo que impulsaba hacia adelante, a seguir sin importar qué nuevas formas del horror nos depararían las siguientes páginas.
Ya bien entrada la madrugada, cerré el libro, agotado, con un agudo palpitar en el estómago.


Sábado. Alguna hora de la Oscuridad.

No sé que extraña fuerza me atenaza, pero no pude tocar el libro mientras el sol estaba alto en el cielo. Supongo que debo estar ciertamente sugestionado, y no es para menos. No sé qué me atemoriza más, si mi atracción hacia el manuscrito, o mi absoluta ausencia de pesadillas durante la noche posterior a su lectura.
Los dolores de estómago ceden durante la lectura del texto.

Comencé la lectura en esa hora incierta que precede a la aurora.
En los nuevos capítulos anidan nuevos fantasmas. Al parecer, el manuscrito es, después de todo, una versión de un grimorio desaparecido, posiblemente relacionado con el Códex Seraphinianus, pero anterior al Petit Albert. Ya se vislumbra la sombra de los vampiros, sus indicaciones son precisas, quirúrgicas. Cada vez me convenzo más de que ninguna mano humana ha podido esgrimir semejante lienzo de espantos.
No. La Respuesta hay que buscarla en otro lado.

La segunda parte de la iniciación consiste en la profanación de tumbas, tarea atroz que es descrita con toda minuciosidad.
Es necesaria la carne impura de un pariente de sangre para realizar el ritual, cuya lectura pretendo finalizar antes de mañana.


Domingo. Noche.

La verdad me ha iluminado con un resplandor cegador. Las últimas páginas hablan de pasión, de sangre; hablan del despertar a una nueva realidad.
Tiene que ser cierto. Todo es demasiado coherente para enmascarar un fraude. El abuelo bien lo sabía, y la abuela...bueno, la abuela ha sido un elemento necesario, vital, de la Gran Obra.

Dejo un breve fragmento para que entiendas, Sebastián, que las palabras no son frías expresiones de la mente humana, sino de algo más:

"...Así como el Salvador vierte su sangre divina para purificar al mundo, nosotros vertimos la nuestra para concebir a nuestros hermanos; y Él, hijo del cielo, que convirtió a los hombres en sagrados mediante su sacrificio, nosotros, os santificamos con nuestro sublime amor, cuya naturaleza consiste en alejar a los hombres de las garras de la fe. No huiremos, ni rehusaremos de nuestra esencia. Nuestro señorío permanece en las sombras, más no nos ocultamos, vivimos entre el ganado, entre el latir de vuestros corazones, entre las revoluciones que se agitan en vuestras venas, cáliz de vuestros espíritus efímeros e informes. Escuchad nuestro llamado y abrid los ojos a la Noche Eterna, nuestra tierna Madre os espera para arroparos con su manto de sutil ternura, de caricias que no conocen la vergüenza. Escuchad nuestro susurro en las cortinas de la habitación, en el viento que agita los árboles, en la sombra furtiva que se escapa a vuestros ojos, pero que palpita en vuestros espíritus con la intensidad de la realidad más tangible. Escuchad el llamado, Ella os espera..."

El cementerio está cerca...la piel que envuelve este cuerpo humano pronto será un velo para la otra naturaleza, aquella que palpita en mis venas con una pulsión irrefrenable.

No hay nada más para escribir, no tengo palabras, Sebastián, no hay herramientas en ninguna lengua humana que puedan expresar este fuego en los labios, esta necesidad de vida, de sentir el terciopelo de un ignoto cuello estallar bajo mis colmillos.

Me despido, el Libro es tuyo, para quemarlo...o para leerlo, y unirte a nosotros.

Tu Amigo, Franco.



El resto pertenece a las noticias policiales, las cuales han dedicado algunas líneas a esta pequeña tragedia, y nada más. El mundo jamás se sacia de horrores.

Para completar algunos detalles oscuros del relato, diré que Franco violentó la bóveda donde descansaban los restos familiares y practicó allí sus rituales, los cuales, por prudencia, prefiero omitir.

Los forenses, quienes debieron primero probar que los restos que aún se conservaban pertenecían a los abuelos de mi amigo, han logrado abrir un nuevo sumario sobre el que nada se sabía antes de esta pesadilla. Al parecer, en el cadáver de la abuela de Franco, Martina Chialvino, se han encontrado restos de algo que bien pueden ser las secuelas de un cáncer óseo (del que nunca tuvimos conocimiento), o los residuos de la ingesta prolongada de ciertas sustancias tóxicas.

De Franco, no sabemos nada; después de profanar el sepulcro familiar ha desaparecido. La policía confía en atraparlo pronto.
Sobre el Libro de los Vampiros no puedo decir mucho, ya que no pude encontrar ningún manuscrito que coincida con la descripción que se da en el Diario de mi difunto amigo.

Por estos días me estoy hospedando en la casa de Franco, hasta terminar con las tediosas e interminables tareas burocráticas que suelen rodear a la muerte de un hombre joven. Reconozco que durante las noches tengo miedo, imagino que en cualquier momento oiré sus pasos acercándose a mi habitación; pero a decir verdad, lo que más me preocupa no son los pasos de mi amigo, ni El Libro de los Vampiros, ni las profanaciones ni los espectros, sino este curioso y punzante dolor de estómago, que coincidió con el inicio de estos horrores, y que cada día comienza a duplicar su violencia.

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